De la filosofía a la publicidad, el reto es el mismo: pensar conceptualmente

De la filosofía a la publicidad, el reto es el mismo: pensar conceptualmente

today 26 Sep 2025

Los filósofos perdieron el monopolio de los conceptos, pero el mundo sigue hambriento de ellos: sin conceptos no hay comprensión ni creación.

Cuando me gradué de Filosofía en la universidad y empecé a trabajar en una agencia de publicidad, me di cuenta de cómo el «gremio creativo» usaba lo que yo creía que era exclusividad de los filósofos: los conceptos. Aprendía de la publicidad, un mundo fascinante, y oía una y otra vez preguntas como: "¿Cuál es el concepto de la campaña?", u órdenes como: "Piensa en un concepto para este producto". Los clientes pedían conceptos, y la agencia los daba. Algo similar encontré después en el service design y la consultoría de negocios en general. Siempre había que buscar un concepto.

Filosofo publicista

Durante mucho tiempo, debo aceptarlo, me molestó ese uso común del «concepto» para cualquier propuesta creativa. Para los que no sepan, los filósofos han querido tener para ellos mismos el monopolio del concepto. Por siglos han dicho que son ellos, no otros, los que se ocupan de «los conceptos»: los que los analizan, los refinan, los examinan, los estudian y, más profundamente, los crean. Son los que, por ejemplo, se los dan a la ciencia. El filósofo piensa de sí mismo que es el que propone aquello mediante lo cual algo —cualquier cosa— se hace pensable y concebible, pero, más específicamente, mediante lo cual un problema es aclarado o resuelto. Pero en el siglo XX surgieron varios pretendientes que quisieron -y quizás lo hicieron- apropiarse de la exclusividad del trabajo con los conceptos. Son los que ya mencioné, pero otros más: los publicistas y los de marketing, los creativos, los diseñadores gráficos y de modas, los arquitectos, los consultores, e incluso en su momento los dedicados a la informática y los sistemas tecnológicos. En general, ha sido el diseño la disciplina que más ha reclamado los conceptos desde que nació a inicios del siglo XX en la Bauhaus en Alemania.

La verdad ineluctable es que los filósofos hemos perdido esa batalla de ser los encargados de los conceptos, a pesar de que en todas partes se necesiten conceptos. Bien podríamos excusarnos en que las otras disciplinas, así como los campos generales de la actividad económica y social, desconocen la filosofía y no recurren a los filósofos para resolver sus problemas. Pero esta excusa es victimista, además de falsa. Aunque sean excepcionales, todos los campos «no filosóficos» están llenos de diálogos con filósofos que se han atrevido a llevar los conceptos por fuera de, como dicen hoy, su zona de confort. El vilipendiado coaching es un muy buen caso. Si se estudia de dónde viene la mayoría del contenido del coaching, pronto se encuentra que entre sus referentes y fuentes está todo el pragmatismo del lenguaje que se desarrolló en la filosofía anglosajona en la segunda mitad del siglo XX, como la teoría de los actos de habla del filósofo británico John L. Austin. O basta asomarse al trabajo de Russell Ackoff, uno de los principales teóricos de los sistemas y la investigación de operaciones, que logró resolver más de un problema del Estado o las empresas norteamericanas desde su formación y estudios filosóficos. Así podría numerar más.

Quizás haya otra razón: los filósofos se han desinteresado de crear nuevos conceptos, de transformar la manera de examinarlos y, lo que es peor, de resolver problemas que estén por fuera de la órbita de las discusiones textuales a las que se dedican casi todos los académicos de las facultades de filosofía. La creciente pérdida de relevancia de la filosofía en la discusión pública o en la educación se explica más por la irrelevancia cultivada por los mismos filósofos, incapaces desde hace tiempo de hacer volver a temblar al mundo con los conceptos que crean. De ahí que, en general, un filósofo contemporáneo común no pueda conversar más que con otro filósofo de su misma subespecialidad profesional. Las excepciones están ahí para confirmar lo que digo: tan pronto surge una figura con un trabajo notable, este impacta una diversidad de campos académicos, procesos políticos y sociales, o actividades económicas.

No seré yo el que proponga una obra filosófica con un impacto como el que digo, pero, como filósofo venido al mundo corporativo, sí estoy convencido de que los que nos formamos en esta disciplina debemos reivindicar el pensamiento conceptual para entender y resolver los diversos problemas que se presentan en la vida en general. Y estos problemas son muchos, pero se vuelven más confusos y abundantes, incluso angustiosos, si no contamos con los conceptos necesarios para determinarlos, situarlos y limitarlos.

Un gran signo de que necesitamos conceptos bien hechos es que todo el tiempo nos enfrentamos a problemas para los que no funcionan las antiguas soluciones a las que estábamos acostumbrados. Y en nuestro mundo abundan cada vez más las fórmulas que quieren replicarse, en especial en el mundo empresarial: las mismas palabras y expresiones para todo, las plantillas como instrumento privilegiado y tranquilizador, los métodos genéricos que no dan resultados. En todo ello hay una sola necesidad: tener conceptos nuevos y vivos, operables, capaces de entender realidades, pero también de transformarlas.

¿Qué es, entonces, un concepto? Ya lo dije, de forma muy general, pero precisa: una forma de hacer concebible de algo, de hacer pensable un objeto determinado. Esto parece sencillo, pero notemos qué tanta creatividad necesitamos para hacer concebible algo nuevo.

Cuando los publicistas buscan un «concepto de campaña» saben que necesitan una nueva forma de exponer, experimentar y comunicar un cierto producto. Entienden que unas palabras elegidas de cierta forma, con unas imágenes, unos colores o una historia materializan esa nueva manera de hacer concebible algo. Su única limitación es, en mi opinión, que sus «conceptos» no son casi nunca un entendimiento de aquello que conceptualizan -un producto, por ejemplo-, sino más bien una expresión exterior -¿hay alguna que sea interior? ¿No es expresarse, salir?- de lo que es aún un concepto por descubrir. Si llegaran al fondo de sus propios conceptos, si fueran conscientes de aquello que están entendiendo con discursos y expresiones estéticas, podrían solucionar muchas de sus crisis permanentes de ideas nuevas, sus agotamientos típicos, sus improvisaciones innecesarias en eso que, dicho con respeto y admiración por los grandes publicistas, muchas veces no es más que «humo».

Para publicistas o cualesquiera que se acerquen a los conceptos, la filosofía da varias lecciones sobre cómo crearlos y usarlos.

La primera, quizás la más importante, es que los conceptos no son definiciones de diccionario ni enunciaciones simples. Resulta enojosa esta confusión. Quizás el concepto se parezca a la definición, pero a la matemática: aquella en la que ponemos todos los predicados posibles sobre un objeto. Dicho así, conceptualizar es contemplar algo de forma completa y verdadera, de manera clara y distinta, como dirían los filósofos racionalistas (Descartes, Spinoza, Leibniz).

El concepto es, en este sentido, el punto que sintetiza una variedad de predicados posibles en un punto común. Una empresa, por ejemplo, tiene una diversidad de elementos y representaciones de ella misma: una propuesta de valor, una segmentación, un modelo de negocio, un plan de negocio, una estrategia de mercadeo, etc. Pero ¿cuál es el concepto de todo ello? ¿Cómo nombrar y declarar la esencia de una empresa, que se despliega en todos esos elementos, que son como sus predicados?

El concepto es, por ello mismo, una perspectiva. Nunca se llega a un concepto correcto si no se llega al punto de vista que lo hace posible. De ahí que usar un concepto exija siempre evaluar la propia situación y darse cuenta de qué nos permite pensar, pero también de cuáles son los límites que tenemos. El concepto está unido siempre entonces a dos cosas: a un sujeto que lo piensa, que es un sujeto con un tiempo, un lugar, una historia y unos valores; un ejercicio crítico de ese sujeto, es decir, una capacidad de reflexionar sobre las propias circunstancias en las que pensamos y actuamos.

Usar bien un concepto exige, por ello mismo, preguntas. Esto es lo que, por ejemplo, ha hecho tan fructífero el uso de los conceptos en el campo del diseño, en el que siempre se ocupan de hacer cosas que aún no existen. Revela el problema al que está ligado cierto concepto como su solución. Porque esto tampoco debe olvidarse, y ya lo dije: un concepto responde siempre a un problema. No sirve de nada contar con una «definición» de la que ignoramos su problema subyacente.

Puesto que el concepto está unido a un sujeto, puede tener siempre dos derivas: una comprensiva y otra productiva. Un sujeto entiende, pero también actúa. Y una y otra cosa se interrelacionan en los conceptos que tiene para conducir su experiencia en el mundo. Cuando decimos que el concepto hace pensable algo, es porque o bien nos ayuda a comprender y asir ese algo, o bien nos lo hace producir y crear. Pero estas son las dos caras de cada concepto. No podemos producir nada nuevo si no tenemos primero esa comprensión previa. A la vez, producir algo es pasar por el proceso de aprender ese algo, de entenderlo a medida que lo traemos al mundo. Esto es lo que, por ejemplo, ha hecho tan fructífero el uso de los conceptos en el campo del diseño, en el que siempre se ocupan de hacer cosas que aún no existen.

Y si decimos que el concepto está en un sujeto, además de responder por igual al entendimiento y la acción, a lo que es o ha sido y a lo que aún no es y puede ser, entonces diremos que el concepto excede lo meramente empírico. Casi ningún concepto que usamos es, digámoslo así, puro. Siempre están contaminados de elementos que nos da la experiencia. Esto es especialmente cierto en el mundo de los negocios, pero no por ello los conceptos deben estar limitados a lo que la experiencia ofrece. Esta es una de las limitaciones de la obsesión con los grandes datos como criterios corporativos de decisión. Por sí mismos, los datos no indican nada: solo lo hacen para el marco conceptual con el que los entendemos. Sin entrar en este tema, lo que busco decir es que nuestros conceptos suelen ser la mezcla de dos cosas: lo sensible y empírico, no importa de dónde venga, y las categorías y los principios generales del pensamiento (como las relaciones de causalidad, la lógica, entre otros).

Más que analizar grandes volúmenes de información, hay que sintetizarla, es decir, articularla en horizontes generales de interpretación. Si no se hace así, podemos caer en lo que de forma célebre dijera Immanuel Kant: «las intuiciones sin conceptos son ciegas, pero los conceptos sin intuiciones son vacíos». Para Kant, las intuiciones eran las representaciones inmediatas que teníamos de la sensibilidad. Pero ellas debían organizarse en categorías si queríamos construir verdadero conocimiento sobre el mundo, capaz de explicarnos los fenómenos, pero también de orientar nuestras acciones. Tanto como datos, o incluso más que ellos, necesitamos conceptos.

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