Por esta misma época, pero de hace 80 años, dos bombas atómicas le habían puesto punto final, hacía unos pocos días, a la Segunda Guerra Mundial. Y no está en tela de juicio lo terrible que fueron para la humanidad las tragedias de Hiroshima y Nagasaki. De hecho, se ha documentado que su uso se pudo haber evitado. Existían las condiciones para hacer una demostración ante el gobierno japonés y evidenciar la necesidad de la rendición nipona, a cambio de salvar más de 250 mil vidas. Ello no ocurrió y estas vidas se perdieron en estas ciudades con la explosión de ‘Little Boy’, la bomba de uranio, y el estallido de ‘Fat Man’, la bomba de plutonio, los días 6 y 9 de agosto de 1945. Desgraciadamente. Pero quienes han estudiado otras implicaciones convergen en que uno de los legados del llamado padre de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, es la colaboración que surgió durante el Proyecto Manhattan (PM) –bajo el cual se creó la bomba-, cuando se necesitaba trabajar así, y no de forma competitiva. Es lo que se exige para las organizaciones en la actualidad. No se trata de ninguna apología a un arma de destrucción; pero antes de esta, así se hacía la investigación científica. En efecto, por los albores de 1933, mientras Hitler ascendía al poder, el ego de los físicos del planeta era inconmensurable y "competían por resolver los mismos problemas y la lucha por ser el primero era feroz”, se lee en Prometeo Americano, libro que narra la vida de ‘Oppie’, como era llamado. Así, mucha gente piensa que su legado fue la bomba; y, desde luego, es uno. Pero tan grande y casi tan importante como ese fue el modelo de ciencia colaborativa a gran escala que no existía antes del PM, documentado en el pódcast 'La bomba', y en el 'Archivo 1945' de The Economist, así como en los libros Enola Gay, de Gordon Thomas, y Oppenheimer, de Peter Goodchild, este último disponible en la biblioteca del CESA.
Ciencia en conjunto

En Los Álamos (Nuevo México), Oppenheimer lideró bajo una visión integral, dividiendo el trabajo en cuatro unidades, cada una confiada a líderes con autoridad técnica. El físico Hans Bethe encabezaba la división teórica, el teniente y experto en radares Jacob Beser, la división de física experimental; Joseph W. Kennedy (codescubridor del Plutonio), la de Química y Metales; y el capitán William Parsons, la de Ingeniería Militar. Trabajaron como partes interdependientes de una sola misión.
El Proyecto Manhattan fue un rediseño del trabajo científico. Una arquitectura colaborativa que sentó precedentes para la investigación interdisciplinaria a gran escala.

En 1942, la escuela Los Álamos Ranch se convirtió en aula compartida por algunos de los físicos más influyentes del siglo XX. Allí coincidieron Enrico Fermi, Edward Teller y Niels Bohr, entre otros, en un entorno que priorizaba el intercambio entre pares sobre las jerarquías tradicionales. Paralelamente, en la Universidad de Chicago, Fermi lideró el experimento que validó la reacción en cadena ('Factor K'). Al principio se había albergado el temor de que la ciudad pudiera correr peligro al liberarse la energía nuclear, pero el 'Factor K' se controló adecuadamente. El siguiente desafío fue puramente tecnológico: cómo encerrar K en el interior de una bomba. Pero dicho problema estaba tan próximo a ser resuelto, que los físicos convocaron tempranamente a Paul Tibbets, el coronel que unos años después pilotearía la aeronave que arrojó la primera bomba atómica de la historia, al despacho del general Uzal Ent, comandante general de la 2da. Fuerza Aérea. Le comunicaron que dirigiría y formaría a una unidad capaz de atacar con armas atómicas tanto a Alemania como a Japón.

A partir de ese logro, el esfuerzo científico se articuló con la planificación militar. El conocimiento avanzó al ritmo de la cooperación entre laboratorios, universidades y estructuras militares. La ciencia, en este contexto, fue menos una suma de talentos individuales que una red de decisiones compartidas.
Norman Ramsey y William Parsons introdujeron al coronel Tibbets en los desafíos técnicos que implicaba la fabricación de la primera bomba atómica. Parsons, además de liderar el diseño del mecanismo convencional de detonación -el arma de tipo cañón conocida como Little Boy-, encabezaba el Proyecto Alberta, que adaptaba aeronaves y realizaba pruebas de campo. La colaboración entre físicos, ingenieros y personal militar no solo compartía información: transfería responsabilidades entre dominios de conocimiento que rara vez dialogaban antes del PM.
Lo que esto puso de relieve es que la innovación técnica no se desarrolló de forma compartimentada. Se gestionó como un flujo de saberes interdependientes, donde comunicar con precisión era tan estratégico como diseñar. Un caso temprano de gestión del conocimiento aplicado a la tecnología militar.
Seguridad de la información, capa invisible del trabajo colaborativo en el PM
Un día entre todos los días, en el despacho del general Ent, el coronel John Lansdale (responsable de la inteligencia y seguridad del PM) le dijo a Tibbets: "Coronel, quiero que entienda usted una cosa: la seguridad ha de ser lo primero, lo último y, en todo momento, lo más importante. Evitará, en todo lo posible, tomar notas sobre papel. Y sólo transmitirá de palabra sus órdenes a aquellos que necesiten saber cómo han de realizar sus tareas adecuadamente. ¿Entendido?" "Perfectamente, coronel", respondió Tibbets. Ent puso término a la reunión asignando a Tibbets el mando de la escuadrilla de bombardeo pesado 393, con base en Nebraska. Sus 15 tripulantes constituirían la primera fuerza de ataque atómico del mundo.
La colaboración en proyectos críticos como este no se limitó al conocimiento compartido, sino también a saber qué no compartir y con quién. La seguridad de la información se convirtió en una capa invisible -pero estructural- del trabajo conjunto.
El problema de la masa crítica: asunto crítico por el riesgo compartido
Aquellos científicos también estaban descubriendo la naturaleza especial de una reacción en cadena y estudiando -asimismo- el difícil problema de la masa crítica: cómo unir dos masas de uranio 235 con la potencia correcta para provocar una explosión atómica en el momento exacto. Oppenheimer redujo el tema a unas pocas palabras: "tiempo, esa es la clave del problema", le dijo al coronel Paul Tibbets; conseguir una correcta regulación del tiempo. "Si conseguimos resolverlo, entonces comenzarán sus dificultades". En efecto, "su mayor problema puede surgir cuando la bomba haya abandonado el avión. La onda expansiva producida por la detonación podría aplastar su aparato. Creo que no puedo garantizarle que consiga sobrevivir”, le aclaró Oppie.

Cuando la bomba haya sido lanzada del avión y comience a descender, se disparará una pieza de U-235 del tamaño de una lata de sopa a través de un tubo hasta que toque una segunda pieza de uranio fija en la boca de salida. "¿Y si no funciona?", preguntó Tibbets. Entonces dejaremos un enorme hoyo en el objetivo y tendremos que volver a trabajar sobre la pizarra, replicó el capitán Parsons. Acto seguido, Oppenheimer explicó que, para evitar aquella nefasta posibilidad, la unidad de Tibbets, en los meses siguientes, lanzaría bombas de prueba. Estos ensayos ayudarían a los científicos a perfeccionar la forma final de la cubierta de la bomba, así como probar también las espoletas de proximidad que controlarían la altura a la que debía estallar la bomba. Y es que hasta ese momento, las espoletas estaban causando muchos problemas.
El riesgo compartido forjó una dinámica de cocreación entre ciencia y operación. Cada error posible era una oportunidad de ajuste, en un entorno donde fallar -controladamente- fue una condición para avanzar.
Manhattan puso fin a los egos de los físicos
Durante una visita a Los Álamos, Oppenheimer, calificado como un hombre brillante e hipnótico, recorría -con el coronel Tibbets- un pasillo que a cada lado tenía salones; y en ellos, pizarras y hasta paredes saturadas de fórmulas. Al pasar frente a uno de los salones, Oppenheimer se detuvo, entró y observó en silencio el trabajo de un científico enfrascado frente a una ecuación. Sin decir palabra, corrigió un fragmento de la pizarra. Su colega, inmóvil al principio, de pronto se levantó exaltado: "¡Llevo dos días buscando ese error!" Era Enrico Fermi, quien luego sería Premio Nobel de Física. Oppenheimer salió sin más. La corrección justa ocurrió en el momento exacto.

La escena pone de presente que cuando se trata de trabajo en conjunto con objetivos definidos, el conocimiento compartido no requiere jerarquías formales cuando hay claridad de propósito. En entornos de alta especialización, la colaboración se basa en la confianza mutua y en la capacidad de intervenir con precisión cuando el otro lo necesita, incluso sin haberlo solicitado. Es el liderazgo del conocimiento en acción.
Transferencia de conocimiento

El físico Hans Bethe y el químico nuclear Ernest O. Lawrence abrieron las puertas de su trabajo al teniente Jacob Beser, oficial de radar de la Fuerza Aérea. Le explicaron los principios detrás de las armas atómicas que estaban diseñando, y lo introdujeron a fenómenos de alta complejidad como la fisión mutua y las condiciones extremas de detonación. Junto a Norman Ramsey, le compartieron información técnica sensible sobre los mecanismos de disparo, incluyendo un sistema de minirradar. La razón: Beser debía identificar posibles interferencias de radar enemigo que pudieran afectar la detonación. Para cumplir esa misión, se le confió un nivel de conocimiento reservado sólo para quienes podían convertirlo en una acción específica.
La transferencia de conocimiento dejó de ser unidireccional. En un entorno de misión crítica, el conocimiento se compartía por necesidad, no por jerarquía. La colaboración consistía en enseñar lo esencial -aunque fuera altamente técnico- a quienes debían tomar decisiones operativas con información limitada. Así, la experticia dejó de estar encapsulada.
No era por valentía, sino por compromiso
El físico y químico canadiense Louis Slotin participó en los denominados "experimentos críticos", destinados a determinar con precisión cuánta materia fisionable podía reunirse antes de alcanzar el punto de reacción nuclear descontrolada. Eran pruebas de altísimo riesgo, en las que los errores podían ser letales. Slotin trabajaba al límite de la seguridad, consciente de que su conocimiento sería clave para reducir la incertidumbre en el diseño de las armas atómicas.
En los experimentos críticos, el margen de error era mínimo y las consecuencias, irreversibles. Slotin lo sabía, pero también entendía que la ciencia, para avanzar, necesita a quienes estén dispuestos a acercarse a ese límite. No por valentía, sino por compromiso.
Tras las bombas, la prensa de la época, registró The Economist en su edición del 11 de agosto de 1945, dos días después de 'Fat Man' cayera sobre Nagasaky, que "pocas ideas científicas han cambiado el mundo de forma tan repentina y decisiva". Añadió que (la bomba atómica) fue "el más grande y terrible de los horrores de la guerra. Un arma de destrucción más para la que no hay respuesta. Un terror más que es mejor tener de nuestro lado, pero mejor no tenerlo en absoluto."
Y concluyó también que "la producción exitosa de una bomba basada en la fisión atómica para obtener su fuerza explosiva es, sin duda, un triunfo de la investigación científica sostenida y coordinada".