En estos tiempos tecnológicos, una de las preguntas más decisivas para cualquier organización es si existe coherencia entre lo que vende, practica y comunica. Esa alineación su capacidad de adaptarse, sostener legitimidad y proyectar valor en un entorno donde la tecnología dejó de ser un complemento operativo para convertirse en la infraestructura que estructura la acción organizacional.
Muchas organizaciones han incorporado herramientas digitales para aumentar eficiencia, automatizar procesos o mejorar la relación con clientes. Sin embargo, esa adopción no transforma necesariamente su identidad, al seguir operando bajo marcos industriales, financieros, estatales o de servicios con la tecnología al margen de las decisiones estratégicas.
La identidad tecnológica no surge por instalar plataformas o sistemas, aparece cuando la infraestructura digital empieza a moldear directamente cómo se toman decisiones, cómo fluyen los trabajos y cómo se configuran las relaciones internas y externas de la organización. El verdadero desafío no consiste en usar-adoptar herramientas, sino en repensar la distribución de autoridad, criterios de evaluación y mecanismos de generación y captura de valor.
Esta transformación no ocurre de un día para otro, sino que avanza de forma gradual, marcada por la cultura organizacional, calidad del liderazgo y capacidad interna para aprender y adaptarse al mercado. Comprenderla implica reconocer que la tecnología no es un agente externo ni neutral, pues se entrelaza con el tejido organizativo en una dinámica de co-construcción con los actores humanos. En ese proceso, la participación de los trabajadores resulta decisiva porque no solo viven directamente los efectos de la infraestructura digital, también moldean a través de su práctica cotidiana la manera en que la organización comprende y proyecta su propia identidad.
Como han señalado Theodore Schatzki y Wanda J. Orlikowski, las formas de organizar no pueden entenderse únicamente desde las estructuras formales. Surgen de configuraciones sociotécnicas relativamente estables que entrelazan prácticas, herramientas, reglas, narrativas y relaciones de poder. Estas configuraciones definen la arquitectura organizativa, orientan la coordinación de la acción colectiva y moldean las dinámicas a través de las cuales se ejerce el control.
Este cambio se aprecia con nitidez en organizaciones como Nubank, Rappi y Mercado Libre. Su lógica operativa ya no responde a los marcos tradicionales de su sector sino a una infraestructura digital que redefine su funcionamiento y su identidad organizacional. Nubank no se limita a ofrecer servicios financieros desde un banco tradicional digitalizado, pues su propuesta de valor se construye sobre una arquitectura digital que transforma la experiencia bancaria. Rappi organiza su operación a través de una intermediación tecnológica que estructura las relaciones entre usuarios, repartidores y comercios. Mercado Libre integra pagos, envíos y servicios en una infraestructura que sostiene su modelo de negocio y al mismo tiempo configura la narrativa con la que se presenta ante el mercado y la sociedad. En todos estos casos, lo relevante no es el sector al que pertenecen sino la manera en que se organiza la acción organizacional.
En contraste, muchas organizaciones digitalizan sin transformar sus fundamentos operativos. La automatización de una línea de producción, implementación de historias clínicas electrónicas o migración de trámites administrativos al entorno digital pueden mejorar tiempos y eficiencia, pero rara vez alteran la lógica de coordinación o la arquitectura de decisiones. En estos escenarios, la tecnología acelera procesos, pero no articula y configura identidad.
Por supuesto, no todas las organizaciones necesitan (ni pueden) adoptar una identidad tecnológica en su forma más plena. A veces, una configuración híbrida es más coherente con su naturaleza organizacional. Avanzar hacia una transformación profunda implica asumir costos reales en talento, cultura, gobernanza y estructura. Rediseñar roles, ajustar métricas, desarrollar nuevas capacidades y asumir responsabilidades emergentes son pasos ineludibles para construir una arquitectura tecnológica que distribuya poder y agencia, en lugar de concentrarlos.
Más que enfocarse en la adopción de herramientas, el desafío consiste en reconfigurar los mecanismos mediante los cuales se toman decisiones, se asigna autoridad y se comunica. La narrativa organizacional debe ser coherente con esa arquitectura transformada; no puede ser un eslogan aspiracional. Cuando una organización se autodeclara “digital” pero mantiene estructuras jerárquicas rígidas, procesos fragmentados y decisiones excesivamente centralizadas, cae en una disonancia entre discurso y práctica que socava su credibilidad y su capacidad de adaptación.
Asumir una identidad tecnológica también conlleva nuevas obligaciones. Requiere transparencia en las decisiones algorítmicas, atención activa a los sesgos, trazabilidad de procesos y apertura genuina hacia comunidades de usuarios y trabajadores. Una arquitectura mal diseñada puede derivar en opacidad, concentración de poder y desconfianza. Una bien pensada habilita formas de coordinación distribuida, impulsa innovación sostenida y genera condiciones para la construcción de confianza.
En última instancia, una organización no se define por la tecnología que incorpora, está definida por la forma en que esta estructura sus modos de acción. La verdadera cuestión no es adoptar herramientas digitales, es organizar el quehacer organizacional desde ellas.
 
     
        