Recolectores y curadores
El uso de la inteligencia artificial, y específicamente el de los LLM (por Large Language Models, aquellos sistemas de aprendizaje automático con capacidad de comprender y producir textos equivalentes a los que escribimos los humanos) es muy controvertido hoy dentro de los salones de clase. Especialmente cuando la clase en cuestión es una clase de uso de lengua, como aquellas de expresión o comunicación escrita que se enseñan por lo general en los primeros semestres de cualquier carrera universitaria.
Y es lógico que lo sea. Se trata del uso de una herramienta que permite a los estudiantes, sin mayor esfuerzo aparente, y a una velocidad sorprendente, aun para los estándares del siglo XXI, producir textos perfectamente articulados sobre prácticamente cualquier tema de dominio general, en un curso que buscaba justamente lograr que esos estudiantes demostraran habilidades lingüísticas suficientes como para conseguir textos legibles ―en realidad apenas legibles, en la mayoría de los casos―, sobre esos mismos temas, para sus profesores.
Estrategias frente a la Inteligencia Artificial
A lo largo de los últimos dos años se han propuesto diferentes alternativas. La primera de ellas, por supuesto, prohibir de entrada el uso de estos sistemas en las clases y en las diferentes tareas, lo que se ha convertido en un nuevo dolor de cabeza para aquellos profesores con vocación policiva, o en un detonante para la producción de estrategias pedagógicas que alejen a los estudiantes de las pantallas, o por lo menos de su conexión permanente a Internet. Textos escritos a mano; aulas con bloqueo a Internet (¿acaso estamos preparándolos para el apocalipsis?, pregunta alguien), trabajo individual con cada estudiante, uso de actividades personalizadas que hagan superfluo el uso de textos automáticos. Todo vale para tratar de escapar de lo obvio: que tal vez estábamos preparando a los estudiantes para hacer algo que puede ahora realizar una máquina, y que por lo tanto resulta obsoleto.
Pero más allá de las clases y de los propósitos que podrían tener en el mundo de la IA los cursos que preparan para la escritura de textos transaccionales o argumentativos, lo que resulta más relevante, me parece, es pensar en lo que significa hoy en día escribir.
Se dice que Nietzsche ―no estoy seguro de la veracidad de la anécdota―, al final del siglo XIX, se quejaba de que un nuevo diseño en la máquina de escribir había afectado radicalmente su manera de articular ideas, y que los textos que producía el nuevo modelo le parecían diferentes a los que escribía con el anterior. A pesar de que lidiamos con la incidencia de la tecnología en la escritura desde sus más oscuros orígenes (la arena, la arcilla, la madera, el bronce, la piedra), cada nuevo instrumento de escritura parece cambiar definitivamente y para siempre lo que significa escribir. La pluma, el lápiz, la máquina de escribir, el computador, el computador hiperconectado, y ahora la escritura automatizada.
El rol del escritor en la era de la automatización
¿Cómo es un escritor de escritura automatizada? No tengo claro, si quiera, que se trate de un escritor en el sentido tradicional que, desde la romantización de la escritura, le hemos dado a esta actividad. No se trata con seguridad de alguien que se encuentra solo y aterrado frente al papel. No mira desesperanzado el latido indiferente del cursor, que se niega a convertirse en palabras o en frases, ni posa la mirada lánguida sobre el horizonte de la ventana o en el crepúsculo, esperando que la inspiración llegue y le permita decir lo que nadie antes había dicho. No.
Se trata de alguien que busca, y tiene múltiples fuentes, sobre cualquier tema. Sobre cualquiera. Y no solamente fuentes; es decir, textos escritos y publicados por alguien más. Tiene, también, herramientas que le permiten lecturas automáticas sobre los textos de los que disponga, y una en particular que no solamente lo acompaña en el proceso de escritura, anunciándole con marcas de colores qué fallas tiene su texto, sino una especie de secretario levemente ilustrado y dócil, muy dócil, capaz de escribir con corrección sorprendente cualquier idea que le pida. No importa ni siquiera que las instrucciones estén regularmente escritas, que incluyan agramaticalidades o sean torpes en su planteamiento; igual, el secretario abstrae y cumple, y entrega textos limpios. ¿Generalidades? Probablemente. ¿Lugares comunes?, sí. Se trata de un instrumento que funciona, no desde el sentido o desde la lógica o la verdad, sino desde la probabilidad. Y si el escritor en cuestión es hábil o avezado en el uso de los promts, esos nuevos instrumentos de programación amigables, que simulan un diálogo humano, obtendrá mejores resultados.
De la autoría a la curaduría de información
El escritor actual es un recolector de información, sobre todo si se mueve en el ámbito académico. No reflexiona y duda acerca de las diferentes posibilidades de una frase, sino que busca acá, busca allá, para ver qué le sirve para llegar donde pretende. Y, sobre todo, nunca empieza de cero. Toma fragmentos ya escritos —por otro como él o por su algoritmo de cabecera— y los compone como quien realiza un collage. No escribe en línea recta, renglón por renglón, sino que arma, según su necesidad, los volúmenes que va encontrando por el camino. No hay cero en la escritura hoy, y quien escribe se parece más a un curador de información que a un autor como los que conocíamos hace unos años.
Los LLM no son una excepción a los procesos naturales de escritura. De hecho, no hay nada de natural en los procesos comunicativos, a través de signos lingüísticos que usamos los humanos y que replican, por nuestra instrucción, las máquinas. Son, de entrada, artificiales, y no es de extrañar que se modifiquen, que evolucionen y que se alejen de lo que cada uno de nosotros comprende con ellos en un momento específico de su desarrollo. Esto es, quien no logre adaptarse pronto (muy pronto) a ello, perderá la pista.
Javier Murillo Ospina