Por décadas, los economistas han coincidido -con matices y debates, como en toda ciencia social- en los beneficios del comercio internacional. Desde Adam Smith, de quien aprendimos las ventajas de la especialización, pasando por el modelo de dotación de factores de Heckscher y Ohlin, hasta los modelos neoricardianos más recientes, como los de Eaton y Kortum, que explican el comercio entre países con tecnologías diferentes, la idea ha sido clara: el comercio no es un juego de suma cero.
Sin embargo, el presidente Donald Trump ha promovido una política comercial que ignora buena parte de ese consenso. Imponer aranceles a productos importados como forma de proteger la industria local suena atractivo, pero es, en muchos sentidos, una receta desacreditada por la evidencia.
Imaginemos por un momento a un médico que enfrenta a un paciente con síntomas de gripe. En lugar de recetar descanso, hidratación y tal vez un antiviral, el médico decide aplicar una terapia de sanguijuelas, como se hacía en el siglo XVIII. La intención es curar, pero el tratamiento va en contra de la evidencia, es anacrónico y puede debilitar aún más al paciente. Así están actuando quienes promueven el proteccionismo a través de aranceles: apelan a prácticas desacreditadas por la experiencia histórica y la investigación empírica.
América Latina conoce bien las consecuencias de esas recetas. Durante buena parte del siglo XX, muchos países de la región aplicaron políticas de sustitución de importaciones que buscaban proteger las industrias locales con altos aranceles y barreras comerciales. El resultado fue una protección excesiva a industrias ineficientes que, en lugar de innovar, dirigieron sus esfuerzos a buscar protección estatal. Los consumidores terminaron enfrentando productos de mala calidad, más caros y en mercados cerrados. Lejos de fortalecer nuestras economías, esas políticas contribuyeron a su estancamiento. Repetir ese camino, ahora desde el norte global, es tan desconcertante como contraproducente.
Por otra parte, es importante señalar que esta nueva ola de aranceles apunta sobre todo al comercio de mercancías. Pero hoy, buena parte del valor agregado y la innovación -impulsados por las cadenas globales- proviene de servicios basados en el conocimiento: programación, ingeniería, diseño, servicios financieros, educación online. Estos sectores dependen menos de contenedores y más de contratos, talento y confianza institucional. Aunque no se vean directamente afectados por un arancel, el clima de confrontación comercial, la erosión del papel de los organismos internacionales especializados como la OMC y la pérdida de previsibilidad pueden erosionar gravemente los flujos de estos servicios modernos.
Volver al proteccionismo es olvidar todo lo aprendido. Como en la medicina, la economía no puede avanzar ignorando su propia evolución. Las políticas comerciales deben actualizarse, sí, pero con instrumentos modernos, basados en evidencia y diseñados para enfrentar los retos del siglo XXI: la desigualdad, el cambio climático, la transformación tecnológica. No con sanguijuelas.