El presidente Gustavo Petro llegó al poder con una agenda de cambio social y una narrativa de justicia para los más vulnerables. Sin embargo, en el plano económico, las decisiones del gobierno han generado un clima de incertidumbre y desconcierto que le han valido críticas, incluso entre sus propios aliados. A las ya innumerables críticas de los economistas del ‘mainstream’ local, se suman las de figuras como José Antonio Ocampo y Jorge Iván González, exfuncionarios del mismo gobierno.
Sus declaraciones recientes, en espacios como la Universidad Nacional o el blog Atemporal, reflejan una preocupación compartida: un presidente que intentó gobernar durante los primeros meses de su mandato y luego entró en campaña, un Plan Nacional de Desarrollo que dejó de mencionarse, y una sensación de que se perdió una oportunidad para transformar el país.
El costo de despreciar la tecnocracia
La tecnocracia no es infalible, pero en Colombia es una construcción de años que ha sido clave para mantener la estabilidad macroeconómica del país, quizá el mayor activo que tiene Colombia en lo económico. El abandono de la regla fiscal, la degradación de la calificación crediticia y la pérdida de confianza de inversionistas y multilaterales no son detalles menores. Son consecuencias directas de un gobierno que ha minimizado la voz de los expertos y privilegiado la retórica sobre la evidencia.
Claro, uno podría decir: “esa estabilidad macroeconómica no siempre ha resultado en avances sociales”. Y hay razones para pensarlo. En muchos casos, la estabilidad ha sido un fin en sí mismo más que un medio para el bienestar colectivo. Si miramos la historia reciente -y simplificando-, las derechas han gobernado priorizando la eficiencia y las libertades económicas, muchas veces sin suficiente atención a la equidad. Las izquierdas, por su parte, han apostado por la redistribución, a veces sin prever con claridad cómo se financiarán esas políticas. Pero ese dilema es engañoso. Si hay claridad técnica y voluntad de diseñar políticas públicas basadas en evidencia, es posible construir un camino que combine lo mejor de ambos enfoques: equidad con sostenibilidad.
Lecciones desde el sur del continente
Experiencias internacionales muestran que sí se puede hacer transformación social sin renunciar a la estabilidad, incluso en el contexto latinoamericano. En Uruguay, el Frente Amplio mantuvo la disciplina macroeconómica como base para sus reformas. En Chile, Gabriel Boric ha reafirmado el compromiso con la responsabilidad fiscal. En Brasil, Lula da Silva ha combinado políticas sociales con lineamientos fiscales claros. Todo esto requiere de mucha capacidad de negociación y de mucho liderazgo por parte de los gobiernos de izquierda, generalmente al interior mismo de esos partidos.
Esos ejemplos nos muestran que la implementación de una agenda progresista no necesariamente está reñida con la tecnocracia; de hecho, depende de ella. La confianza, el crecimiento y la inversión no se compran con discursos, sino con certezas. Y esas certezas se construyen con buenas políticas públicas, diseñadas con rigor técnico y sensibilidad social.
Una oportunidad histórica que se desvanece
Muchos colombianos votaron por Petro no sólo por sus banderas sociales, sino también por la expectativa de una renovación profunda en la forma de hacer política y en el diseño de las políticas públicas. Sin embargo, a tres años del inicio del mandato, los avances reales son escasos. Lo que se ha visto, en cambio, es la continuidad de muchas prácticas propias de la “vieja política”, ahora envueltas en una retórica de transformación. Las reformas estructurales prometidas han quedado en el papel o han sido mal ejecutadas, dejando una colección de ejemplos de “cómo no hacer reformas”. La posibilidad de articular justicia social con responsabilidad económica parece hoy casi extinta. Buena parte de esta situación se explica por la debilidad en la ejecución del gobierno, el temor paralizante de muchos funcionarios y una falta de liderazgo presidencial que ha minado la capacidad de acción del gabinete.
Si por acá no aclara, por allá no escampa: el rol de la oposición
En lugar de construir una agenda propia, la oposición ha estado a la defensiva, reaccionando más que proponiendo. Su discurso se ha limitado a señalar errores del gobierno, pero ha sido incapaz de ofrecer una visión renovada del país.
Hace falta una alternativa que no tema hablar de desigualdad, acceso a derechos o inclusión, y que incorpore las preocupaciones sociales sin despreciar la estabilidad. Como dijo Valérie Giscard D’Estaing en 1974 a su contrincante socialista François Mitterrand: “¡usted no tiene el monopolio de la sensibilidad social!”. En Colombia, la derecha aún no entiende eso: la sociedad ha cambiado y exige otras políticas. Además de algunos lamentables casos de clasismo y racismo, la oposición se aferra a una narrativa técnica o moralista, sin asumir que el cambio social también puede ser parte de su bandera.
Colombia no necesita elegir entre justicia social o estabilidad macroeconómica. Ambas son pilares indispensables del desarrollo sostenible, entendido en su sentido más completo: económico, social y ambiental. Tradicionalmente, los economistas hemos asociado sostenibilidad con la capacidad de pagar la deuda pública. Hoy, ese concepto exige mucho más: diseñar políticas que equilibren lo fiscal con lo social y lo ambiental.
Para avanzar en esa dirección, es urgente abrir una conversación franca y estratégica entre los distintos actores del país -gobierno, partidos políticos, gremios, sociedad civil y sindicatos- que permita identificar prioridades comunes y construir, con visión de mediano plazo, los grandes consensos que Colombia necesita.