La delgada línea entre la confianza y la violencia en el metaverso

La delgada línea entre la confianza y la violencia en el metaverso

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Pilar Osorio Lora

Hace un par de meses, en el V Encuentro de Docentes CESA, el metaverso y las narrativas transmediales estuvieron en el foco del análisis y la discusión. Al final de una de las conferencias se abrió una conversación sobre aspectos sociales y de las humanidades en estos nuevos contextos: derechos sexuales, brecha digital, entre otros.

Recientemente algunos periódicos, entre ellos el New York Times (NYT), han reportado casos de abuso sexual en estos metaversos.

Aunque al inscribirse en una red social o en un mundo del metaverso se firma explícitamente un acuerdo de ‘términos y condiciones’, lo que se mueve implícitamente es un gesto de confianza.

  • “Las pedagogías de hoy deben estar en un formato multicanal”, Alex Moga La vida cotidiana está llena de estos gestos: subirse a un bus y confiar en que el conductor sabrá manejar, hacer mercado y confiar en que la comida no estará vencida, tomar café con los amigos y confiar en no traicionarse, en fin.  La confianza es una emoción que se encuentra en el centro del tejido social. Sin ella sería imposible existir. La paradoja es que, tal como lo ha estudiado Sztompka, en realidad no se debería confiar en nadie porque no se pueden predecir las acciones de los demás.

La vergüenza como matriz de respeto a las normas

Para lidiar y controlar esta incertidumbre contamos con una serie de normas sociales que, más o menos, regulan nuestro comportamiento. Una de las emociones que más aportan a la protección de estas normas es la vergüenza (Nussbaum, Hiding from humanity).  En contextos de una psique sana, el sujeto esconde tanto sus deseos, como sus acciones en tanto que le restan valor social.

La vergüenza cumple un papel clave en contextos de violencia, transformación y restauración porque da cuenta de haber hecho algo que no estaba a la altura de nuestras expectativas o de las expectativas de la sociedad a la que pertenecemos. Nos está dando cuenta de un potencial de cambio, de transformación ética, y en este sentido apela a una transformación de la identidad (Guynn, 115). A su vez, la vergüenza también se presta para perpetuar sistemas excluyentes (como la vergüenza de la población LGBTQ+ que hoy se resiste a la misma con su ya conocido orgullo).

Lo problemático de la vergüenza en el caso reportado por el NYT es que quien siente esa vergüenza es la víctima del abuso sexual, pero no el agresor. La vergüenza solo existe en la medida en que hay un cuerpo, ese mismo que se pierde en el metaverso. La ausencia del cuerpo imposibilita no sólo la existencia de la vergüenza sino también su función adaptativa.

La confianza: ni siquiera parte de la letra menuda

Aunque algunos argumentan que fenómenos como el abuso no son exclusivos ni del metaverso ni de la tecnología (pensemos por ejemplo en los carnavales llenos de sujetos enmascarados), el artículo del NYT, en consonancia con lo descrito por el Centro Contra el Odio Digital (CCDH, por sus siglas en inglés), afirma que el mal comportamiento en el metaverso es más severo que el acoso y el ‘bullying’ en línea. Esto, en parte porque las nuevas tecnologías permiten la sensación de que un contacto “digital” se sienta como real.

En otras palabras, el cuerpo tocado es real, pero el cuerpo que toca, no. La “realidad” de esos dos cuerpos se vuelve convenientemente relativa.

El cuerpo del agresor no existe, no siente la vergüenza porque está enmascarado tras un aparato en el contexto seguro de su hogar. Por su parte, el cuerpo del agredido sí existe. Ese a quien se le ha quitado la soberanía sobre su cuerpo en la intimidad de su hogar y habiendo firmado una cláusula de acuerdo a términos y condiciones, que no tiene en cuenta el gesto de confianza que implicó entrar al mundo que se le ofrecía.

Pilar Osorio Lora, PhD

Docente investigadora CESA

Miembro Society for History of Emotions (Australia).